Premio a la vida y obra
de un periodista


Alberto Lleras Camargo

Sería inútil sí, por dar pábulo a mi gratitud, pretendiera acreditar la importancia que ha adquirido este Premio Nacional de Periodismo, que se me ha concedido o —tal vez mejor— que ha recaído sobre mis años, más que sobre mis merecimientos. Basta tomar nota de a quiénes, antes que a mí, les fue otorgado. A Roberto García-Peña, a Álvaro Gómez Hurtado, a Juan Zuleta Ferrer, a Alejandro Galvis Galvis, a Gabriel Cano. Directores de grandes diarios, dedicados todos ellos a la tarea de escribir, que se consagraron a la admiración de la opinión pública y al afecto de sus lectores habituales. Si se examinan sus vidas y sus méritos, se verá cómo los une un hilo común a todos, como aquel que dicen corre por los cables de cierta gloriosa armada: la limpieza de su labor, jamás manchada por un interés proclive, la magnanimidad y la fortaleza de espíritu ante los peligros. Tal parece que hubieran sido hechos de la misma dura y perdurable materia, no siempre presente en el común de nuestros compatriotas.

Mi periodismo no alcanzó tales culminaciones. La única manera de establecer sus proporciones es comprimir en un párrafo las cosas ocurridas en este campo durante una existencia, muy larga y activa, en cuanto respecta a escribir. Me ocuparé, de paso, de las enormes diferencias de lo que era esta profesión en mi tiempo, en el de la mayor parte de ustedes, y lo que me parece que es ahora, cuando, inequívocamente, es más técnica, universitaria y brillante.

Trabajé, en mi juventud, con todos los grandes de la época: en La República, de Alfonso Villegas Restrepo, y fui columnista de Página Liberal que dirigía Germán Arciniegas; en El Espectador, de Luis Cano y, más tarde, de Gabriel Cano, y en El Tiempo, de Eduardo Santos. En Argentina trabajé en un prestigioso y antiguo diario provinciano, El Litoral, de la provincia de Entre Ríos y en Buenos Aires entré a la redacción de El Mundo, recién fundado por Alberto Gerchunoff. Representándolo, viajé a Sevilla, a la Exposición Internacional de 1929, y después a París, de donde regresé a trabajar en El Tiempo. Dirigí La Tarde. Después del primer Gobierno de Alfonso López Pumarejo, fundé El Liberal y, en 1946, fundé Semana. Años después me empeñé, desde El Espectador, en la lucha contra la dictadura y en parte por mi culpa —gloriosa culpa— fue clausurado. Cuando los dos grandes diarios se cerraron, dirigí, brevemente, El Independiente, que sustituyó a El Espectador, hasta su clausura. Tiempo después, al finalizar mi periodo presidencial, dos periodistas profesionales y personas decentes, me ofrecieron una columna en Visión, que escribí hasta cuando el dictador Somoza infiltró la organización financiera de la publicación, que había cambiado de directores y propietarios. Como se ve, la lista es muy larga y pedante. No hay modo de hacerla más breve. Juzgué, empero, que se hacía necesaria para mostrar —si alguien lo dudase— que el Jurado calificador del Premio no había escogido a un político afortunado, sino a un laborioso trabajador de este oficio. Bueno o malo, pero auténtico.

Me suele ocurrir, por haber vivido tanto, que siempre que hablo tengo que explicar a mis oyentes como eran las cosas antes de este frenético tiempo. La característica del momento colombiano, y probablemente del mundo, es que la cantidad de imágenes que los medios de comunicación están vertiendo sobre la gente segundo a segundo, la hacen olvidar todo lo anterior, lo de ayer y anteayer, lo de hace un año, con los vertiginosos impactos de lo absolutamente contemporáneo. Nuestra tarea es ir detrás de cada información para reproducirla o comentarla. Se decía antes que la prensa era una especie de historia, más fresca y vibrante que la que hacen los académicos. Hoy ese concepto es en parte falso. Hay, sí, historia instantánea, que no da tiempo a la reflexión, a la revisión o a la confrontación. Por otra parte, la prensa tiene que cubrir, al minuto, un espacio sin límites, dentro de la redondez del globo y a veces fuera de él en el espacio exterior. Porque no solo puede ocurrir que otros medios de comunicación lo hagan antes, sino el riesgo peor de que hechos, que parecen notables, se olviden antes de que los periódicos hablen de ellos. Esa es la actual velocidad de nuestra profesión, la cual le da a nuestro trabajo una nueva dimensión.

En nuestra amable vida paleolítica, teníamos tiempo para todo y las noticias parecían esperarnos antes de abortar o florecer espontáneamente. Y no porque fuéramos perezosos, sino porque ese era nuestro ritmo y la velocidad promedio de los transportes más rápidos y de los medios más veloces. Los telégrafos, los teléfonos, los correos, los trenes y los tranvías eran como la vida misma. Los comentaristas teníamos largas treguas para pensar antes de que los acontecimientos nos atropellaran y nadie estaba esperando que, con el afán del día, se opinara a la mañana siguiente. De todas maneras las informaciones se desarrollaban lentamente, a veces en una semana, hasta que tomaban forma definitiva. Y todo aconsejaba un poco de cautela para calcular hacia dónde iban a caer. Una de las anticipaciones más emocionantes de El Tiempo fue, al iniciarse la Primera Guerra Mundial, el asesinato de Jean Jaurès. La noticia llegó en un cable destrozado, intraducible e indescifrable de la Agencia Havas, pero por el contexto el doctor Santos descubrió que el líder socialista era la víctima, mientras otros diarios luchaban con el abominable jeroglífico. Así ocurrió durante toda la guerra, las versiones oficiales de la Havas, Reuter y Transocean francesas, inglesas y alemanas llegaban en boletines de dos o tres líneas, que había que transferir al mapa para buscarles referencias históricas y aproximaciones más adecuadas, y todo ello fue señalando la preferencia del público por el periódico mejor informado. Yo no pertenezco exactamente a esta época, pero las gentes que hacían los periódicos de entonces fueron mis colegas, maestros y amigos. ¿Qué tiene que ver eso con lo que hay ahora? Las noticias pasan sobre los redactores como sobre los lectores, en ráfagas, unos minutos después de haber sucedido. Y quien no las oiga o las vea será sorprendido por un aficionado. El periódico escrito tiene que filtrarlas, examinarlas y reducirlas antes de comentarlas. Y casi nunca las ve nacer.

Otra gran diferencia es la manera como el interés se ha desplazado, desde el punto de vista de la noticia, de una rama del poder público a otra: del Congreso al Ejecutivo. En nuestros días lo que se decía o como se decía en las Cámaras era información fundamental, ya que aquellas eran el teatro de las luchas por el poder. La televisión y la radio no podrían hoy cambiar el penumbroso y desvaído ambiente del tema en acción, ni transformarlo. Para esos medios se requiere el espectáculo. Y el espectáculo lo provee, aunque sea simple, el Ejecutivo, desde el más alto funcionario hasta el más bajo. Como suele suceder a medida que crece el Estado-espectáculo, se desarrolla el periodismo espectáculo, que es, la más de las veces, brillante y organizado y, casi siempre, insignificante.

Es claro que lo que se puede decir en treinta segundos en competencia con la propaganda comercial no puede ser más cierto que ella, ni más importante. Ningún político logra comprimir sus ideas en tan breve tiempo, y todos ellos se contentan con que reproduzcan su imagen en alguna de las innumerables ceremonias del Estado que llenan las horas del día. Se supone que quien más aparezca en la pantalla dará a entender a los espectadores cautivos que es un personaje que se consulta, que está en todo y que puede ayudar a las gentes. Por eso la disputa por un trocito de historia inmediata y un testimonio fugaz llega a extremos inverosímiles. Y, claro, los periodistas, que presencian estos hechos, acaban por volverse tan livianos y apresurados como el mismo público. Y adquieren un inmenso valor ante una clase que exige cada día más exposición sin importar el motivo. En nuestro tiempo había que publicar cuando menos un discurso, había que pronunciarlo, debía contener algunas ideas y debía haber producido alguna conmoción. Ahora se prefiere la imagen. Y tener buena imagen, cuando no se tiene ninguna, es tenerla constante, insistente y pegajosa.

Las ciudades, en las épocas a las que me refiero, tenían de 300 a 350 mil habitantes, en la más poblada de los casos. Ciudades de 5.000.000 producen una inagotable serie de noticias, crímenes, robos, atracos a mano armada, secuestros, y cada uno de estos hechos provoca la muerte del anterior. Es como la anticipación de lo que ocurrirá en los tribunales de justicia.

Tampoco vivían los periódicos pendientes de las fotografías y las grandes páginas eran baldíos grises para colonizar escribiendo muchas cosas necias, probablemente. Para llenarlas se llegaron a publicar novelas, y no pocas como las experimentales de García Márquez se ensayaron en ellas. Con todo, si no fuera por esos diarios amarillos de la hemeroteca no se sabría nada o casi nada de la vida pública del país en este siglo que va terminando. Los diarios de hoy son forzosamente mucho más animados y llenos de color e imágenes casi como televisiones estáticas. Entre sus redactores hay algunos, como los que han recibido el Premio Simón Bolívar, que han hecho una tarea excelente. Tienen imaginación, fuerza y estilo.

Yo sigo prefiriendo las ciudades pequeñas que no conozco, las casas como esta, las calles con caballos errantes ramoneando sus árboles, las gentes tranquilas y silenciosas y la ausencia casi total de los peligros de las grandes urbes, aquí y en el resto del mundo, a la zozobra por el atraco, el accidente, el terrorismo o la simple velocidad. Mi mundo es otro, y los viejos somos, por lo general, supervivientes. Este Premio, en mi caso, es un capricho del Jurado, cuyos miembros, sin duda, preferirían vivir en La Candelaria y alumbrarse algunas noches con velas.

No pongan, pues, mucha atención a estos comentarios que son, en cierta forma, apenas una crónica más escrita como testimonio adicional al gran cambio. Las cosas que a mí me parecen extrañas, porque no son de mi época, y a ustedes, de seguro, porque son de la mía, y las observo sin intención peyorativa alguna. Las generaciones debemos mirarnos con infinita compresión, porque para ciertos casos nos resta acudir a la formidable absolución que se inventó un glorioso poeta español, refiriéndose a un grande de su tierra, cuyas faltas no aparecen como suyas, sino de la circunstancia temporal en que se produjeron: “culpa del tiempo y no de España”, dijo extendiendo la mano piadosa a todo lo que no puede explicarse de otro modo. Hagan los periodistas modernos lo mismo conmigo y mis contemporáneos, que yo haré otro tanto con ellos, y seguiremos en los mejores términos.

Permítanme ustedes que me extienda todavía un poco más para expresar el agradecimiento que, seguramente como yo, tienen quienes fueron señalados por el Jurado, como merecedores del Premio de Periodismo Simón Bolívar. Los jurados, expertos en el periodismo de Colombia y algunos en el servicio público, con solo haber recibido el encargo y despacharlo con acierto ya habrían obligado nuestra gratitud. Pero al explicar las razones de su veredicto tuvieron palabras inolvidables, sobre todo para quien, como yo, en el límite de la región del apacible olvido, me sorprendo de verme súbitamente recordado.

Estamos, además, obligados con la institución que creó el Premio y con el doctor José Alejandro Cortés, por la discreción, elegancia y eficacia como está contribuyendo a la formación de una conciencia crítica sobre la tarea de informar y comentar del periodismo nacional, aprovechando la atmósfera de libertad en que se mueve, protegido por nuestra organización jurídica.

La invitación a Miguel Otero Silva para que hiciera entrega de los premios, nos enorgullece y nos halaga. Ante todo, por ser un gran escritor, periodista y poeta venezolano, pero, desde luego, por ser un espíritu libre depurado en las persecuciones a la autonomía del pensamiento, hostilizada como un delito, en su patria, desde hace muchos años. Amigo de mis amigos de Venezuela, Otero Silva ha tenido, en mi caso particular, un puesto tan destacado en mi afecto, como en el de la admiración que le profeso. Su generación, en la cual se cuentan tantos que han hecho la historia de Venezuela, después de Gómez, en el campo político, tiene para los colombianos resonancia fraternal. La asombrosa sincronización de las ocurrencias en ambos lados de la frontera; el exilio, las aulas universitarias comunes, las admiraciones compartidas, y la misma resistencia a las deformaciones de la vida democrática, son todos lazos indestructibles, que hay que estar renovando, como ahora, con este acto. Se superaron en generosidad quienes interesaron a un hombre como Otero Silva para que, además de todo, nos honrara de manera tan grata.

Mil gracias a todos por la paciencia con la que me han escuchado.